Antes de la masacre
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El 30 de mayo y Carretera a Masaya jamás volverán a ser iguales, como no lo seremos ninguna de las personas que estuvimos ahí. Invitamos a Franklin para que desde su lente fotográfico nos contara cómo se vivió la Marcha de las Madres en Managua, en aquel doloroso mayo del 2018.
Ese lugar y esa fecha no serán jamás los mismos. Existen eventos calamitosos que llegan y lo cambian todo. Sacuden una efeméride que durante décadas era siempre la misma y hacen temblar una avenida en la que la mayoría de las veces sucedía poca cosa. Eso fue lo que le pasó a la Carretera a Masaya y al 30 de mayo.
Todos los 30 del quinto mes del año en Nicaragua se celebra el Día de la Madre. Pero en ese 2018 todo cambió. Centenares de miles marcharon por una de las avenidas más transitadas de la capital, Managua, en una manifestación que no tiene punto de comparación en la historia reciente del país. Si los árboles y el asfalto pudieran hablar, dirían que sería imposible encontrarle un inicio y un final a aquella ola de personas vestidas de negro, que a paso lento transitaban cargadas de luto y carteles que llamaban al silencio.
Algunos portaban cruces en las que colocaron mochilas. Era la alusión a los estudiantes asesinados por la represión de la dictadura un mes antes. A lo lejos sobresalían los trompetazos de una marcha fúnebre. Eran tantos que pocos se aventuraron a dar una cifra. Un mes antes, el 18 de abril, estallaron las protestas encabezadas por, en su mayoría, jóvenes que exigían cambios profundos en un país gobernado durante más de una década por un régimen autoritario. Muchos de ellos vivieron la mitad de sus vidas regidos por el gobierno de un solo hombre y de un solo partido.
Antes de la masacre vi abrazos furtivos, sonrisas de complicidad de colegas y amigos que reconocí por sus miradas. Ese día fue un reencuentro en medio del dolor. Un momento que llenó a todo un país de esperanza. Un instante que dejó claro que la unión es una cuestión verdadera y no abstracción, como por años años los partidos políticos tradicionales nos hicieron creer.
Vi la solidaridad de todo un país desbocada hacia las madres que perdieron a sus hijos debido a una represión desmedida. “Madre, un estudiante te abrazará por mí”, “esta es la madre de todas las marchas”, “Nicaragua está de luto”, “las madres no se rinden, exigen justicia”, leí y leí y leí antes de la masacre en los carteles.
Vi a un país paralizado. Pero también vi a una dictadura temerosa, un régimen que temblaba de los pies a la cabeza. Vi un poder que utilizó el principal recurso de los cobardes. La violencia ensangrentó un momento estelar de la historia reciente de Nicaragua.
Antes de la masacre tomé una fotografía que hizo el intento de encapsular a las miles de personas. Logré colarme a como pude a uno de los pasos peatonales del paso a desnivel de la rotonda Centroamérica, con el objetivo metido entre brazos y cuerpos, salió la instantánea de la infinitud. Un mar de gente y banderas inundaron arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha del encuadre. Desde ese lugar no se vislumbraba un fin. Centenas salían de las calles aledañas y se unían a la avenida.
De pronto, las balas se escucharon cuando la manifestación se acercó a la Universidad Centroamericana y de ahí en adelante todo fue caos. El asfalto es testigo de que los pasos se convirtieron en tropeles. Los abrazos se interrumpieron por la rabia de más tragedia.
El 30 de mayo y Carretera a Masaya jamás volverán a ser iguales, como no lo seremos ninguna de las personas que estuvimos ahí. El lugar resulta un reguero de dolor, pese al retumbar de sus bares aledaños y el ajetreo de las horas picos; testigos de que la vida siempre hace de las suyas y vuelve a su ritmo a pesar de todos los pesares. Pero la memoria de lo urbano tiene un matiz: nada ni nadie puede borrar los recuerdos que ciertos hechos dejaron al encapsular tiempo, espacio y dolor.