A mediados de mayo de 2018, más de 180 barricadas y tranques se encontraban en resistencia activa contra la dictadura, estas barricadas y tranques fueron el hogar, el lugar de lucha y el espacio para hablar de sueños y utopías del futuro para miles de nicaragüenses. En esta crónica buscamos conocer desde la voz de las y los protagonistas cómo se organizaron las barricadas y cómo se vivió desde adentro.
La organización interna de los espacios de protesta
Alexandra Salgado vivió la organización de una trinchera desde el día cero. Con apenas 18 años, la joven fue parte del movimiento que organizó la toma de la sede de Managua de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) el 7 de mayo de 2018, luego de realizar una marcha por el campus. Con pancartas, cantos y consignas de “no tenemos miedo” los y las jóvenes se fueron apropiando del espacio hasta que lo hicieron suyo.
“Fue muy esporádico”, dice la joven, más de cinco años después de aquel mayo que le dejó heridas que aún no cicatrizan. Recuerda que no había muchas personas en ese momento, sin embargo entre las que estaban durante todo el día iban de portón en portón de la universidad para asegurarse de que todas estuvieran bien.
Lo que vino después de ese día fue organización interna. Ella, personalmente, inició una campaña en redes sociales para solicitar víveres y esa misma noche y madrugada les llegaron a dejar insumos. Así, dice Alexandra, se montaron los primeros puestos a lo interno del recinto universitario y las barricadas a lo externo. “Comenzamos los primeros puestos médicos, los primeros puestos de comida”, cuenta.
Luego se fueron escogiendo “líderes” de portones para tener mejor organización interna. “Era demasiado grande para solo una persona estar liderando”, dice. Sin embargo, cada una de las personas que estaban dentro de la universidad decidía el puesto en el que quería permanecer. Unas a la cocina, otras a las barricadas externas que se colocaron para reforzar la seguridad e impedir la entrada de atacantes. Era bastante consensuado, afirma Alexandra.
Fueron precisamente las barricadas las que generaron gran parte de la simpatía colectiva. Se veían a jóvenes con pasamontañas, banderas Azul y Blanco y mochilas con las que permanecían detrás de medianas montañas de adoquines. Eran estas personas las que respondían frontalmente a los ataques constantes de simpatizantes del régimen de Daniel Ortega –sobre todo por las madrugadas– para que no les quitaran el espacio del cual se habían apropiado.
Los ataques dejaban saldos irreparables: menos insumos, jóvenes heridos y cansados y lo peor: muertos. Pero la resistencia se mantuvo ahí, ya fuera por obstinación, por orgullo o por convicción.
Barricadas, la protección de la autoridad
Históricamente las barricadas se han utilizado en las luchas urbanas como apropiación de los espacios urbanos. Tienen como objetivo cerrar una calle creando una defensa –generalmente en contra de la autoridad oficial o de facto: policía, ejército, grupos parapoliciales y paramilitares–, de ahí su forma con ligera inclinación y algunos espacios destapados.
El significado textual de la palabra está directamente ligado a las protestas callejeras. “Obstáculo levantado en la calle con objetos diversos para impedir el paso o parapetarse tras él, especialmente en revueltas populares”, la define la RAE. Y proviene del francés barricade. Precisamente los franceses tienen acumulada historia con las barricadas: desde las sublevaciones de 1588 para defenderse de las guerras de religión de Enrique III hasta las más actuales revueltas estudiantiles de 1968. Factor común: el levantamiento de las barricadas en los barrios parisinos.
Michael Lowy, sociólogo y filósofo brasileño-francés, destaca en su artículo “La ciudad, lugar estratégico del enfrentamiento entre las clases”, el interés del pensador alemán Walter Benjamin, quien declara que:
“la barricada es sinónimo de levantamiento popular, a menudo vencido, y de interrupción revolucionaria del curso ordinario de las cosas, inscrita en la memoria popular, en la historia de la ciudad, de sus calles y callejas. Ilustra la utilización, por los dominados, de la geografía urbana en su materialidad: estrechez de la calles, altura de las casas, pavimento, adoquinado de las vías públicas. Es también, para los insurrectos, un momento encantado, una iluminación profana”.
En fin, dice el sociólogo, “es una suerte de lugar utópico, que anticipa las relaciones sociales del porvenir”. Y es que, dice el autor, “cada clase intenta utilizar, y modificar, el espacio urbano a su favor. Se esboza, de forma velada, una tradición de los oprimidos, cuya expresión material visible es la barricada”.
En Latinoamérica también hay historia con este tipo de protesta callejera. En los más recientes movimientos de manifestaciones en contra de gobiernos de la región se ha visto el levantamiento de este tipo de estructuras de forma masiva. Pasó en Santiago, Caracas, Bogotá, Quito, Lima, Tegucigalpa, etc. Todas, como la historia lo ha demostrado, se han enfrentado al poder y han sufrido las consecuencias por ello.
En Nicaragua también es de larga data el levantamiento de barricadas para resistir embates de regímenes dictatoriales. Pasó en los años previos al triunfo de la revolución popular de 1979. Uno de los lugares más emblemáticos con este tipo de protesta callejera fue el barrio histórico de Monimbó, en el departamento de Masaya. Ahí fue el epicentro del primer levantamiento antisomocista en esa ciudad Masaya, el 26 de febrero de 1978. De acuerdo con un reportaje del diario La Prensa, los habitantes del barrio crearon armas artesanales para defenderse de los ataques, entre ellas las bombas de mecate y las bombas de contacto. La historia se repetiría en 2018.
“Durante aquel enfrentamiento, la comunidad indígena fue protagonista en el levantamiento de barricadas para impedir el ingreso de la Guardia Somocista. Ese mismo día, aproximadamente 50 monimboseños fueron asesinados luego de un bombardeo y asedio del régimen de Somoza. En el marco de ese ataque, también fue asesinado el hermano menor del actual presidente de Nicaragua, Camilo Ortega Saavedra”, recordó el informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), creado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para investigar los crímenes cometidos por el Estado durante las protestas ciudadanas.
Cuando iniciaron las protestas el 18 de abril de 2018 a las marchas le siguieron barricadas y tranques que se fueron viendo extenderse desde los barrios orientales de la capital hasta las vías que conectan ciudades, los empalmes y dentro de los territorios departamentales. En Monimbó, precisamente, volvió a ser escenario de protesta por la reforma de la seguridad social, la gota que desató la tormenta en Nicaragua ese abril. “El sistema de protesta organizado mediante barricadas ubicadas estratégicamente en distintos puntos del barrio convirtió a Monimbó en símbolo de resistencia”, agregó el GIEI en su informe.
Sin embargo, pese a que son símbolos de la resistencia –o quizá por eso–, también son espacios de tristezas, luto y muerte. A medida que pasaron los meses, muchas de las barricadas fueron desmanteladas por la Policía junto a sus grupos parapoliciales, a punta de violencia y fuerza bruta a través de la llamada “Operación Limpieza”. Fueron desmanteladas dejando muertes y heridas imborrables.
Solidaridad, la clave durante la resistencia
Alexandra cuenta que en las barricadas de la UNAN –a pocos días de haberse instalado– empezaron a sentir las carencias en alimentos, insumos médicos, etc., y tuvieron que crear listas de sus necesidades, publicarlas en redes sociales y la gente respondió. “Las personas en Nicaragua realmente no nos dejaron morir en ese momento”, dice. “Yo recuerdo que personas del (mercado) Oriental, en carretones, llegaron a dejarnos comida, ropa. Era muy bonito ver desde adentro cómo las personas de afuera se organizaban para apoyarnos”.
La solidaridad fue clave para mantener la resistencia en estos espacios a lo largo del país. Y a medida que pasaron las semanas, los tranques y barricadas erigidos por los manifestantes se habían extendido a los 15 departamentos del país. De acuerdo con informes de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH), a mediados de mayo había un estimado de 180 barricadas y tranques de carretera a lo largo de todo el territorio nacional.
Alberto es uno de los manifestantes que estuvo en un tranque en la ciudad de Masaya. Prefiere que no se mencione su nombre real ni la barricada específica en la que estuvo, pese a que él se encuentra desde hace dos años viviendo en Costa Rica. La memoria de lo que vivió en los tranques a veces no lo deja dormir.
Es un hombre de pocas palabras, “sí”, “no” son sus respuestas más comunes, sin embargo cuando habla de lo que significó para él ser parte de las protestas se emociona. Cuenta que la vida en la barricada era sobre todo “tranquila” las primeras semanas. “Nos atacaban pero solo había heridos”, comenta. La cotidianeidad de la violencia lo hizo inmune a lo que una persona no debería acostumbrarse.
Las mujeres, esposas y madres de los hombres que estaban en las trincheras, se encargaban de mantenerlos alimentados, hacerles café y a veces acompañarlos por ratos ya fuera en las trincheras o en los “rondines” que hacían por la zona.
Él se unió a la protesta espontáneamente, dejó su trabajo y se atrincheró detrás de uno de esos muros de adoquines que se erigieron a lo largo de Masaya. Hacía de todo, dice, pero lo que más disfrutaba era detonar morteros.
Aunque las barricadas más visibles fueron las de Monimbó por la historia propia del barrio, lo cierto es que en casi todos los barrios de Masaya había al menos una. Todas, afirma Alberto, estaban conectadas y en comunicación constante. Hacían turnos para no cansarse demasiado y crearon señales propias para comunicarse: cambios de luces, explosión de morteros, silbatos, entre otros.
Coincide además con que la solidaridad de la comunidad fue lo que los mantuvo cuando ya no querían seguir. “Nos llevaban de todo, comida nunca faltó, a los heridos los llevábamos a la parroquia y ahí había medicinas para atenderlos”, recuerda. En Masaya –como en otras ciudades– las iglesias se volvieron centros de acopio donde las personas llegaban a dejar víveres, ropa, etc. y desde ahí se distribuían a las barricadas que lo necesitaran.
Nunca resultó herido, sin embargo la muerte de varios de sus compañeros lo empujaron a irse de la protesta. Para el día de la Operación Limpieza en el departamento de Masaya él ya no era parte de ninguna barricada, “gracias a Dios, porque no estuviera contándolo”, dice.
Violencias dentro de los espacios de protesta
Alexandra, una mujer joven que se vio involucrada a corta edad en este tipo de protestas, reconoce que aunque la causa de lucha era justa y espontánea, la forma en que se actuaba a veces estaba llena de violencias. “Sé que se dieron cosas horribles dentro, misóginas, violentas por parte de hombres más que todo”, dice.
Para ella, esa fue de las cosas más difíciles de su vivencia, el no haber estado “atenta” a ese tipo de situaciones que ocurrían para reaccionar en conjunto y tomar decisiones consensuadas.
Estuvo poco más de un mes interna en el espacio de protesta, pero luego siguió yendo hasta el último día cuando la Policía y los grupos parapoliciales llegaron a desmantelar las barricadas, el 13 de julio de 2018.
“De mi experiencia rescato todo, a los amigos y amigas que hice”, afirma Alexandra. “Rescato también conocer a mujeres poderosas y maravillosas”, agrega y habla de varios de sus compañeros y compañeras como hermanas de lucha, que le enseñaron tantas cosas. “Me enseñaron mucho de la vida y que si nos consume mucho la nostalgia de lo que pasó, de lo que vivimos dentro (…) no vamos a poder avanzar, porque estar al borde de la muerte por mucho tiempo es realmente deprimente”.
Tras salir de la UNAN, Alexandra tuvo que resguardarse en casas de seguridad y aún así seguía participando en protestas y piquetes, hasta que tuvo que salir del país. “Me estaba consumiendo, en Nicaragua no podía hacer absolutamente nada”, dice. Sumado a los años de vida que iba perdiendo, la inseguridad de permanecer en un país sin ley y con cero derechos civiles la terminaron de empujar a exiliarse.
Con apenas 23 años vive en Costa Rica, estudia en la universidad y continúa con su activismo y protesta, enfocados en movimientos estudiantiles y feminismo. Las semanas que estuvo atrincherada en la la UNAN le cambiaron la vida.