Esos espacios que dejaron de ser y estar
En colaboración con Anónima
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El 19 de octubre de 2017 en Managua hubo alegría. Ese día en la capital de Nicaragua se inauguró un moderno estadio de béisbol que llevó el nombre de uno de los mejores deportistas del país: Dennis Martínez. Para ese año las cosas en el país no andaban bien, sin embargo el que hubiera un espacio nuevo e imponente donde celebrar el deporte era –cuando menos– un motivo para ser felices por un momento.
Dos meses después ahí se celebró la final de los Juegos Centroamericanos. En casa, en su casa, la selección nacional de béisbol de Nicaragua le ganó a Panamá y se quedó con la medalla de oro. La felicidad se hacía realidad en ese momento. 15 mil personas –lleno total– gritaron y celebraron la victoria de su equipo en el llamado “deporte rey” del país.
Una de esas 15 mil personas que celebraron ese día fue Perla. Amante del béisbol desde antes que naciera, ese día se sintió un poquito más cerca de su sueño de visitar un estadio de las Grandes Ligas de Béisbol (MLB, por sus siglas en inglés). Era un éxtasis compartido, cuenta para este artículo. Para ella poner un pie en semejante estructura no era poco y en redes quedó plasmada la alegría de estar ahí y ser parte del momento. No era solo la felicidad de conocer un espacio como aquel, sino hacerlo en un día de alegría.
Pero la felicidad no duró mucho, en realidad fue más que poco: hasta mayo de 2018.
Beatriz solía pensar en la universidad como un espacio soñado. Aunque no estaba segura de la carrera que escogió para su futuro, el ambiente dentro de la Universidad Politécnica (UPOLI) representaba libertad e independencia en su vida.
A sus 18 años entró a estudiar Administración Turística y Hotelera en la UPOLI. No estaba convencida de que a eso se quería dedicar ni si tenía vocación, pero entrar a la universidad después de terminar su bachillerato era un requisito impuesto por su familia. Y así lo cumplió, sin objeciones.
Conocer personas de otras carreras, relacionarse con académicos, académicas y hacer giras de campo cuenta que era lo que más disfrutaba. A medida que fue avanzando fue reafirmando que su futuro no estaba ahí, pero no podía tomar una decisión que frustrara a su familia. Entonces se fue adaptando a esa vida y decidió seguir con su carrera hasta culminarla.
Pero entonces llegó 2018 y todo se paralizó.
La universidad, asegura, debería resignificar sus espacios para que el recuerdo de la represión ocurrida no se olvide pero no perdure en la impunidad.
Hoy ambos lugares –el Estadio Nacional de Béisbol y la Universidad Politécnica– representan las heridas geográficas que se abrieron en Nicaragua hace cinco años y que todavía la hacen sangrar. Son parte de espacios que dejaron de ser y cuyo significado cambió de raíz.
En el caso de la Universidad Politécnica, 50 días bastaron para que su significado cambiara totalmente. Pero solo una noche para que en el lugar se abriera una herida que aún no sana.
Todo inició la tarde del 19 de abril, cuando un grupo de estudiantes se reunió frente al recinto universitario para protestar contra las reformas a la seguridad social que días atrás el gobierno había aprobado. Asimismo, protestaban por los actos de violencia en contra de los manifestantes del día anterior, el 18 de abril, cuando la Policía desplegó grupos de antimotines y el gobierno a sus grupos de choque para sofocar las protestas convocadas específicamente en dos puntos de la capital: la Universidad Centroamericana (UCA) y en Camino de Oriente, al sur de la capital.
En la UPOLI, además de estudiantes también llegaron a protestar vecinos de los barrios aledaños. Sin embargo, a eso de las 5 de la tarde los antimotines llegaron a tratar de disolver la protesta con gases lacrimógenos, balas de goma y bombas de luz y sonido. Sin armas ni nada con qué responder, los manifestantes se defendieron con piedras.
La represión de los antimotines obligó a las personas que se manifestaban a ingresar al recinto universitario para resguardarse. No salieron de ahí hasta 50 días después, el 9 de junio de 2018.
Esa primera noche, la del 19 de abril, en los alrededores de la universidad se ejecutó el primer asesinato violento de los 355 que ocurrieron, en su mayoría por la represión estatal a las manifestaciones en todo el país. Esa noche fue cuando la libertad que sentía Beatriz en la universidad se convirtió en dolor. Esa noche fue cuando ese espacio geográfico tomó un nuevo significado, uno que todavía Beatriz no tiene del todo claro.
Cinco años después de iniciado aquello, Beatriz cuenta que ese fue el momento de inflexión para ella tomar la decisión de lo que quería hacer de su vida. Una vez la universidad retomó su “normalidad” en las clases, ella no regresó y optó por hacer lo que de verdad quería: estudiar otra carrera. Hoy estudia una carrera de ingeniería en una universidad privada y dice que la UPOLI para ella es el recuerdo de algo bonito pero que está segura nunca volverá a serlo..
“Empezando por los muertos que hubo dentro de la universidad. Las aulas de clases en las que yo recibía mis materias fueron usadas para protestar, para atender heridos, para discutir demandas. Yo no podía volver como si nada hubiera pasado. También muchos de mis maestros eran muy fanáticos del gobierno, hoy no quiero saber cómo serán las clases con personas así, que le dan la espalda a la realidad del país”.
La crisis a ella le ha tocado de cerca. Varios miembros de su familia cercana se han tenido que ir de Nicaragua por la persecución contra diferentes grupos de personas que se vive en el país y que arreció en 2021. La universidad, asegura, debería resignificar sus espacios para que el recuerdo de la represión ocurrida no se olvide pero no perdure en la impunidad.
Alguien dijo ‘están en el estadio’ y yo te juro que no lo podía creer. Cómo un lugar tan maravilloso iba a ser la guarida de esas ratas, cómo desde ahí se podía matar a tanta gente.
Sobre la inauguración del Estadio Nacional de Béisbol Dennis Martínez se escribió mucho. Los cronistas deportivos del país embelesados por la majestuosidad del espacio voltearon la vista a todo. El espacio era de admirar. Cuando iniciaron las protestas en abril de 2018, sin embargo, se empezó a rumorar que los grupos de choque –que ya para ese entonces habían evolucionado a grupos parapoliciales y que trabajaban en coordinación con agentes de la Policía– se concentraban ahí. En ese lugar, se decía, se almacenaban armas, se reunían oficiales y de ahí salían a repartir bala por toda la capital.
Los rumores se confirmaron tras la marcha del 30 de mayo –Día de las Madres en Nicaragua–. Esa marcha se hizo en solidaridad con las mujeres cuyos hijos habían sido asesinados hasta ese momento por la brutal represión estatal, pero el resultado fue trágico: 19 muertos en toda Nicaragua; ocho específicamente en Managua.
Esa marcha estaba prevista a iniciar en la rotonda Jean Paul Genie y dirigirse hacia la Universidad Centroamericana (UCA), pasando por la Rotonda Rubén Darío. En el punto final se brindaría el discurso de cierre. Pero la manifestación fue nefastamente atacada por los grupos de parapolicías y por antimotines.
El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) que creó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para investigar y documentar los hechos ocurridos en Nicaragua a partir del 18 de abril, concluyó en su informe que cerca de las cuatro de la tarde, la Avenida Universitaria Casimiro Sotelo (avenida de ingreso a la Universidad de Ingeniería, UNI) “se encontraba ocupada prácticamente en su totalidad por manifestantes, desde la Pista Juan Pablo II hasta la intersección con la avenida de ingreso al Estadio Nacional Dennis Martínez. Fue en ese sector y aproximadamente en ese horario cuando comenzaron a producirse los primeros incidentes. En este primer tramo dos manifestantes fueron alcanzados por disparos de armas de fuego y una importante cantidad de personas fue herida de gravedad”.
Las pruebas con las que contó el grupo de investigadores incluyeron testimonios y material audiovisual en los que quedaba claro que francotiradores apostados en el estadio fueron los principales responsables de las personas muertas y las heridas esa tarde de mayo.
Perla asistió a esa marcha con su mamá y su hermanita. Iban, dice, a solidarizarse con las madres que sufrían las recientes muertes de sus hijos. Junto a un grupo de compañeros de trabajo y vecinos llegaron a eso de las 4:30 de la tarde al centro comercial Metrocentro. No planeaban quedarse mucho tiempo, era más “un acto de presencia”, dice.
Cuando escuchó los gritos de las personas asistentes gritando “corran, corran”, no podía creer que la represión había llegado a una marcha que no buscaba más que solidaridad y a la que habían asistido personas con todo tipo de contexto. En su grupo, por ejemplo, iba una vecina militante sandinista que no creía en la represión hasta que la vivió en carne propia.
“Alguien dijo ‘están en el estadio’ y yo te juro que no lo podía creer. Cómo un lugar tan maravilloso iba a ser la guarida de esas ratas, cómo desde ahí se podía matar a tanta gente”, dice Perla casi cinco años después de aquello. “Sentí rabia porque a ese lugar le tenía mucho amor, ahí me sentí feliz, sentí que era un espacio construido para disfrutar de lo bonito de la vida y ver lo que estaba pasando en ese momento me dejó triste, frustrada, pensar que todo lo bonito nos lo arrebatan y lo peor para cosas tan bajas”.
Ese amor que sentía por el Estadio empezó a morir ese 30 de mayo. Desde entonces no ha vuelto a poner un pie, menos ahora, dice, que el régimen de Daniel Ortega le cambió el nombre debido a las críticas constantes que hace el expelotero Dennis Martínez a la dictadura y los abusos que no paran en el país. Desde noviembre de 2022 al estadio le quitaron el nombre del ex grandes ligas y en diciembre pasó a llamarse Estadio Soberanía, según anunció la “co-gobernante” y esposa de Ortega, Rosario Murillo.
Al igual que Perla, hay muchos nicaragüenses que no han vuelto a pisar el estadio, que no lo piensan hacer e incluso proponen que se le asigne otro nombre una vez el régimen deje el poder. Este espacio -que tuvo fracturas desde su origen por la falta de transparencia en su financiamiento-, dicen, recuerda la brutalidad con la que la dictadura es capaz de actuar contra quienes no están de su lado. Y por ello su significado debería cambiar a algo que represente la memoria para que nunca se olvide lo que ahí sucedió.
Como estos dos muchos lugares a lo largo de Nicaragua representan las heridas que abrió la represión que inició en 2018, y que se intensifica día con día tocando a cada grupo social dentro y fuera del país. A pesar de la política de olvido que el gobierno ha impuesto en el país, estos lugares dejaron de ser y de estar para las y los nicaragüenses, dejaron de ser los mismos en el imaginario colectivo y dejaron de estar en la cotidianeidad y en la afectividad del pueblo.
La dictadura le cambia los nombres, le oculta los daños, lo llena de colores para intentar borrar las cicatrices, esas que no solo llevamos en el cuerpo, sino que permanecen en el territorio y en el espacio. Sin embargo, los cuerpos y los espacios tienen memoria y sabemos que aunque la justicia pueda tardar años en llegar, nosotras y nosotros no olvidamos lo que ahí vivimos.
Otro ejemplo es la iglesia Divina Misericordia, donde dos jóvenes manifestantes murieron a consecuencia de la represión policial: Geral Vásquez y Francisco Flores, cuando se encontraban con decenas de jóvenes resguardados en la parroquia, mientras resistían la lluvia de balas por varias horas. Las heridas en esta iglesia son visibles: agujeros de bala en toda la estructura que recuerdan a esa noche trágica, así como en la imagen de Jesús de la Misericordia. Las autoridades eclesiales decidieron no reparar el edificio ni el cuadro y ambos se han vuelto símbolos de la resistencia ante la desproporción.