
Crecer es enfrentarse a ciertos momentos vitales que marcan una temporada de tu existencia. Los veinte fueron los años de la universidad, del primer empleo o de afianzar una vida independiente lejos de casa. Pocas personas a mi alrededor hablaban de comprometerse o de formar una familia, hasta que comenzó a suceder. Lentamente las amistades empezaron a vivir con sus parejas, a casarse o a tener hijos. No sé en qué momento pasó pero ahora mis chats están llenos de preguntas que van desde ¿Cómo va el embarazo? Hasta la típica frase de ¿En qué momento la niña creció tanto? El lento entrar a la década de los treinta ha significado enfrentarme con los embarazos de mis amistades y recibir con alegría a decenas de sobrinos postizos que conozco en fotos porque como buena parte de los nicaragüenses de mi edad, yo ya no vivo en el lugar donde forjé esos lazos cruciales.
No tengo hijos pero veo a mi madre con otros ojos, desde una mirada mucho más comprensiva y a la vez admirada al sopesar todo lo que tuvo que hacer como mamá soltera con tres crías. Crecer para mí ha significado ser mucho más empática al pensar la maternidad y la forma en que habitan este mundo las mujeres que tienen hijos. En medio de esa nueva sensibilidad no he dejado de preguntarme cuán retador es ser una madre nicaragüense que proviene de un país que no deja de caerse a pedazos.
¿Qué pasa cuando en 7 años la vida que conocíamos da un giro tan radical y el presente se torna tan poco esperanzador? Pensar en abril de 2018 es rememorar en una herida colectiva que trastocó nuestra existencia para siempre. Queramos admitirlo o no, la vida antes del estallido parece ahora muy lejana y todos hemos sido de una u otra forma afectados por ese torbellino. Para quienes partimos al exilio hemos aprendido a resignificarnos en el extranjero, aprendimos a ser amigas, hijas, hermanas a la distancia, pero ¿Qué pasa con las madres? ¿Cómo se resignifica la maternidad después de un evento tan transgresor? ¿Cómo se vive el presente para quienes se quedan o para quienes se fueron? Esa son las preguntas que les hice a algunas madres con el afán de comprender cómo, a veces, la maternidad puede significar en una forma distinta de habitar el mundo.
Laura (no es su nombre y ningún otro nombre lo será en este texto por razones de seguridad) llegó a México hace seis años, casi siete, y tuvo que dejar a su hijo adolescente al cuidado de su familia. Los recuerdo a ambos en las marchas de 2018, en los plantones, en las reuniones de adultos donde nos juntábamos a intentar comprender un presente tan caótico. Recuerdo a su hijo delgado, pequeño y silencioso, de pelo rizado que siempre acompañaba a su madre donde quiera que fuera. Laura me cuenta que algo cambió en ambos para siempre aquel 30 de mayo, el día de la Marcha de las Madres donde francotiradores asesinaron a decenas de jóvenes durante las protestas. Hay una imagen que viene a mi cabeza siempre que recuerdo esa manifestación: la de un muchacho en motocicleta que grita desesperado frente a las cámaras, a sus espaldas lleva a un joven con el rostro ensangrentado que ya no puede sostenerse por sí mismo, varias personas intentan colocarlo sobre el vehículo, pero es inútil. Es difícil no sentir terror al ver aquella escena, o no pensar en lo que sentiría la madre de ese muchacho observando por primera vez esas imágenes. Laura estuvo separada tres años de su hijo, cuando lo vio de nuevo, ya era un verdadero adolescente, mucho más alto, siempre delgado y silencioso. Juntos tenían la tarea de reiniciar sus vidas en un nuevo lugar. Ella me dice que “fue interesante acompañarlo en su proceso de adaptación. Íbamos creciendo juntos y acompañándonos. Ha sido pesado y nos obligó a reinventarnos. Ahora pueden verlo con más satisfacción”
Para quienes siguen dentro de Nicaragua, en cambio, las cosas funcionan de una forma distinta. Susana me dijo que para ella su lugar seguro era su casa, el vínculo con su hija y la posibilidad de florecer frente a un contexto tan adverso. “Claramente este no es el país que soñé para mi hija, soñaba un país donde ella pudiera sentirse libre. Pero también en este país es donde está su familia y eso para mí tiene un valor enorme”. Para Julia es una situación similar, ser madre le ha significado tener que guardar silencio, tratar de evitar que el mundo de afuera se cuele en su hogar, no como una forma de vivir aislada sino, como una manera de preservar el bienestar de su hijo.
Cuando hablo con las madres que están en Nicaragua siento ese enorme componente de ambivalencia, de contraste. Son mujeres que están felices de ser madres, que disfrutan criar a sus hijos dentro de su país, rodeadas de la gente que aman, de su familia, sus primos, la comida y las calles que los han visto crecer; pero que a su vez viven con enorme preocupación el presente. En palabras de Julia: “Se siente bonito, porque nuestra cultura es bonita, y ser madre en Nicaragua también significa poder inculcar eso: nuestras costumbres, nuestra comida, la forma en que somos como nicas, que es algo único. Pero al mismo tiempo, hay una preocupación constante, porque para poder vivir en paz, tenemos que callar”. Detrás de sus palabras hay un halo de esperanza para sus hijos e hijas, para quienes imaginan un futuro distinto, un país en el que puedan crecer en libertad.
Hace un año me encontré con mi abuela por primera vez después de casi 6 años de separación a causa del exilio. Fue un encuentro conmovedor en el que, como suele suceder, no hablamos mucho de política ni de la crisis que vive el país ni de muchas cosas que sentimos se escapaban de nuestro control. Nos enfocamos en los recuerdos, en el compartir ese presente con gratitud, como una oportunidad que se nos fue dada después de muchos años. En un parque de San José me dijo que sabía que ella quizás no vería el fin de todo esto, pero que confiaba en que yo viviría en una Nicaragua distinta pronto. No es descabellado pensar que en la maternidad radica también uno de los actos más radicales de esperanza hacia el futuro: el acto de soñar que existe el mañana y entregar al planeta un ser que habitará ese mundo que imaginamos y que esperamos sea mejor que el nuestro. Esa tarde en ese parque en San José sentí que ser madre en Nicaragua era eso que mi abuela dijo, era soñar con un futuro luminoso para quien se ama.