Un día en la vida
En colaboración con Fatima Villalta
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La esperanza promedio de vida son 72 años, eso significa que una persona verá el sol salir y esconderse unas 26,280 veces. Dentro de esos miles de días alguien forjará sus relaciones afectivas, hará amigos, irá a la escuela, perderá a un ser querido, entenderá qué significa la muerte, tendrá un trabajo, amará a alguien, dejará de amar, sentirá tristeza o felicidad. La existencia no es otra cosa que un cúmulo de acontecimientos, una serie de relaciones familiares, afectivas, risas, abrazos además tragedias que ocurren en nuestro pequeño mundo privado, el único mundo que conocemos y el que significa todo para nosotros. Si tenemos suerte, podremos continuar viviendo sumidos en nuestro microcosmos, sin que nada sea lo suficientemente grave como para perturbar la realidad que nos ha sido trazada.
Existen momentos – aunque escasos – en los que el trayecto esperado de nuestras vidas se rompe, como si un temblor sacudiera las casas de millones de personas, abriera la tierra y nos recordara a todos al mismo tiempo cuán frágil es la realidad que hemos construido o cuán leves son nuestras certezas. A veces el mundo exterior irrumpe en el nuestro, mezcla nuestras historias con la de otros que antes eran simples desconocidos, nos hace replantearnos nuestros lazos, nuestras creencias; en fin, reconfigura todo nuestro existir. En un parpadeo el mundo puede cambiar, en un día nuestras vidas pueden dar un vuelco. Suena exagerado, como si se tratara de una película de Hollywood sobre el fin de la humanidad, pero no lo es, esas cosas a veces suceden y eso fue lo que nos pasó.
Era un día de abril, seco y caluroso en la ciudad de León, un día como cualquier otro, o al menos ese parecía. Ana salió de su clase de comunicación con una clara tarea de su maestra de periodismo: buscar una noticia nacional relevante y enviarla por correo electrónico esa noche a más tardar. La idea era discutir durante la siguiente clase las diferentes notas que cada estudiante envió, lo que Ana no imaginaba es que pasarían muchas semanas hasta la siguiente clase y que en realidad ella tendría que abandonar la carrera que había iniciado.
Ana ya sabía sobre la reforma al seguro social que el gobierno buscaba impulsar, escuchó a algunas personas conversar molestas sobre lo que el gobierno pretendía hacer. Esa mañana, después de su clase, decidió ir hasta las instalaciones del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS) en León con el objetivo de averiguar más sobre el asunto, finalmente se trataba de una institución de gobierno, ella pensó que deberían darle información porque como joven estudiante de periodismo había aprendido que tenía averiguar cuanto estuviera en sus manos y que además debía consultar con las fuentes directas. Cuando llegó, Ana se encontró con una protesta, las oficinas estaban rodeadas de policías pero en ese momento creyó que habían llegado hasta ahí para resguardar las instalaciones únicamente. Su sorpresa fue que aquellos policías actuaron en contra de quienes protestaban, muchos de ellos personas de la tercera edad y estudiantes. Más tarde llegaron los grupos de choque del gobierno, ellos junto a los uniformados se dedicaron a golpear a quienes se atrevieran a protestar ante una reforma que consideraban injusta, todo eso sucedió en plena mañana, antes del mediodía.
El gobierno no lo sospechó, pero la escena de los policías golpeando a los ancianos que exigían la revocación de la reforma fueron las primeras imágenes que circularon en todo país y que se convirtieron en el polvorín de un incendio que les llevaría muchos meses aplacar. Ana no podía dar fe a lo que sus ojos presenciaban, después de todo era solo una chavala de 18 años, nunca había estado en una protesta y jamás se hubiera descrito a sí misma como una activista. Ahora ella habla de aquella escena como un momento crucial en su vida porque después de haber presenciado y grabado aquella golpiza, volvió a casa llena de indignación y rabia, sentía que debía hacer algo. Unas horas después supo que muchos estudiantes que vivían en los dormitorios de la universidad donde ella estudiaba, estaban siendo chantajeados para salir a protestar a favor del gobierno y sus reformas, algunos decidieron abandonar el internado llevándose apenas una pequeña maleta con sus pertenencias. Los estudiantes externos comenzaron a organizarse para hospedar a todos aquellos muchachos que deambulaban con sus pertenencias en la plaza central de León.
Esa noche y buena parte de la madrugada Ana se dedicó a apoyar a quienes necesitaban un albergue temporal. Ese sería solo el inicio de la larga lista de actividades, vínculos y manifestaciones en los que se vio envuelta. Fue parte de organizaciones estudiantiles, participó en decenas de protestas, estuvo en debates, presenció la detención de compañeros y la criminalización de quienes, como ella, se manifestaban ante la injusticia. Han pasado cinco años desde ese día, Ana piensa en aquello y no deja de sorprenderle todo lo que fue capaz de hacer. No es poca cosa para alguien de 18 años que ingenuamente fue una mañana a buscar información a una institución pública en un país donde la transparencia no existe.
Ahora Ana vive en el exilio, tuvo que dejar a su familia por las amenazas recibidas. Comenzó una nueva carrera universitaria en otro país y con ello una nueva vida. Dice que a veces siente culpa por la situación difícil en que colocó a sus seres queridos por su activismo político. Le pregunto si se arrepiente de haberse involucrado tanto y me dice que no, que volvería a hacer lo mismo que hizo porque de no haber sido así, entonces sentiría culpa de no haber hecho lo suficiente. Pese a todo, piensa en ese día como el día en que todo comenzó y que para ella dio como resultado experiencias que transformaron su forma de ver el mundo y de verse a sí misma. Finalmente le pregunto si envió la tarea que había pedido la maestra de periodismo para esa noche, me dice entre risas que no.
Adán es mayor que Ana, no demasiado, pero sí lo suficiente como para haber vivido el terror y el autoritarismo en carne propia antes de aquel día en que todo comenzó. En realidad, para él todo inició antes. Adán supo desde muy joven que la política era para él, pero no la política de los partidos sino la del día a día, la de interesarse sobre lo que pasa alrededor y la de comprender cómo las decisiones que otros toman mientras están sentados en aparatosas sillas reclinables, tiene efectos en la vida de todos.
Ya en la universidad Adán se integró a organizaciones sociales, le interesaba poner sus conocimientos al servicio de comunidades vulnerables. Él recuerda perfectamente cómo en uno de sus viajes al interior del país, el equipo al que pertenecía fue desalojado de una escuela por un grupo de choque del gobierno pese a que Adán y sus compañeros contaban con el consentimiento de directores y autoridades locales para realizar actividades en ese espacio. En ese momento le quedó claro que el poder se ejercía bajo el capricho de unos pocos en detrimento del bien de los demás o de sus decisiones. Pero el momento que lo cambió todo para Adán fue la noche del 22 de junio del 2013, fuera de las instalaciones del INSS en Managua donde un grupo de jóvenes había instalado un campamento improvisado para apoyar a los adultos mayores en sus demandas para obtener una pensión reducida. Esa noche, mientras algunos se hacían cargo de vigilar las carpas, irrumpieron los grupos de choque del gobierno hasta donde se encontraban, la policía procuró resguardar los alrededores para permitirles actuar con toda libertad. Desnudaron a algunos, golpearon a la mayoría y horas después cuando hicieron el recuento de los daños supieron que quienes los agredieron también fueron responsables del robo de siete vehículos, pese a las denuncias que interpusieron varios de los afectados, nadie tuvo noticias sobre los robos.
Adán fue una víctima más esa noche, lo acorralaron y lo golpearon, cuando intentó escapar y pedir ayuda a los policías que vio cerca, los oficiales lo empujaron para que no saliera del perímetro. Lo persiguieron por varias cuadras, le quitaron la ropa, le robaron sus pertenencias y lo golpearon otra vez. Si pensamos en la palabra impotencia, aquella escena sería la mejor definición. No había nada que hacer, ni a quien acudir y esa sería apenas una muestra de lo que pasaría después. La diferencia de ese entonces es que pese a lo que les hicieron, no hubo protestas masivas ni una enorme indignación, el gobierno se encargó de silenciar lo que pasó y extendió su propia versión de los hechos. Para quienes vivieron esa noche no importaba las versiones alternativas que difundía el gobierno y sus voceros, recordarían siempre ese día hasta que cinco años después una forma aún más extendida del terror volvería a presentarse.
Aquel 18 de abril, Adán llegó temprano al lugar acordado para la protesta, compró un par de recargas, llevaba consigo un teléfono extra porque no estaba dispuesto a perder su celular otra vez. Vio cómo en cuestión de minutos comenzaron a sumarse personas a la manifestación, también notó como los carros que pasaban tocaban sus bocinas en señal de apoyo, a medida que los minutos pasaban más gente se unía, pero la algarabía no duró mucho tiempo. Poco después de la hora acordada llegaron los grupos de choque del gobierno, iban con piedras y palos, llegaron en motocicletas, más tarde aparecieron los policías y al igual que aquella escena de hace cinco años, los oficiales resguardaron únicamente a los que llegaron hasta ahí con la misión de amedrentar a quienes se opusieran al gobierno.
Adán intentó cortar los cables de las motocicletas de los grupos de choque, pero varios se dieron cuenta de lo que quiso hacer, entonces lo persiguieron, lo acorralaron, comenzaron a patearlo en el suelo. Recuerda que le dieron un golpe en la boca del estómago que lo dejó sin aire, toda esa situación era como revivir aquel evento de hace cinco años pero esta vez fue diferente, muchos llegaron a defenderlo, eran más que ellos, está vez habían testigos, mucha gente estaba grabando, esta vez fue a plena luz del día. Llevaron a Adán a un lugar seguro y ahí se resguardo hasta que pudo salir junto a otras personas.
Me cuenta que existen videos de los disturbios donde aparece su cara y que circularon en decenas de cuentas, en general no quiere verlos, dice que lo hace por salud mental. Le pregunto cómo ha llevado todos estos aniversarios, me cuenta que esos días se distancia de todas las redes, prefiere llevar el asunto en silencio. Pese a todo, Adán recuerda lo que sucedió ese día y lo que vino después con mucho entusiasmo, me cuenta sobre la solidaridad de la que fue testigo, sobre la emoción de ver a tanta gente tan diversa movilizarse en todo el país, la manera en la que muchos desinteresadamente apoyaban con casa, comida o transporte para quien lo necesitara, los espacios de discusión espontáneos que se dieron en ese entonces y las expresiones de arte callejero que se volvieron tan cotidianas en las manifestaciones. Todo lo que pasó afectó su vida también, tuvo que cortar muchos vínculos y dejó trabajos que lo hubieran colocado en una mejor situación económica, aun así, me dice que cree que hizo lo correcto. Lo que más le entristece es todos los amigos y familiares a los que ha tenido que despedir en estos años porque deciden dejar el país.
“En aquellos días descargué muchas noticias, artículos, memes y videos que no he vuelto a ver. Ahí están, no son archivos para lo inmediato”. Desde que esos archivos fueron recopilados han pasado cinco años, me pregunto cuánto más tendremos que esperar para que sea el momento de volver a visitarlos. Mientras tanto Adán conserva esos archivos, quizás no los revise pronto, pero confiamos en que algún día hará doble clic en alguna de esas carpetas.
Paula creció en el seno de una familia sandinista, durante toda su vida escuchó historias sobre los años ochenta, sobre los beneficios de la Revolución Sandinista y los traumas que el conflicto armado dejó en la sociedad nicaragüense. En su hogar, el sandinismo se había convertido en el único proyecto que podía darle sentido al país y sacarlo de la pobreza, solo el FSLN de la mano de Daniel Ortega podía llevar a Nicaragua por el tan ansiado camino de la prosperidad y el desarrollo. A medida que fue creciendo, Paula dejó de compartir el optimismo de su familia con respecto al sandinismo, comenzó a cuestionar la poca tolerancia a la crítica y el evidente proyecto dictatorial que estaba instalándose en el país después de varias reelecciones.
Como muchos, el 18 de abril Paula también decidió manifestarse, no era la primera protesta a la que iba, por eso sabía que sufrir violencia por parte de los grupos afines al gobierno sería una posibilidad, así que intentó ir mentalmente preparada para lo que sucedería. Al igual que Adán, Paula llegó a Camino de Oriente esa tarde, vio cómo la gente comenzó a reunirse, cada vez llegaban más personas con pancartas y objetos para hacer ruido, con ellos también llegaron los periodistas. Los clientes de los negocios de la zona mostraban su apoyo a quienes protestaban. Había un enojo generalizado y un consenso que ella jamás había visto en todos esos años de gobierno de Ortega, antes de eso recuerda pequeñas manifestaciones de partidos políticos sin mucho éxito o las movilizaciones del Movimiento Campesino que intentaban llegar a la capital pero que eran brutalmente reprimidas por la policía o los militares en sus comunidades.
Minutos después de iniciada la manifestación llegaron los grupos de choques en motocicleta junto a la Policía Nacional. Quienes aparecieron en las motos usaban chaquetas que decían “Brigada de Motorizados Sandinistas de Masaya”. No les interesaba ocultar sus afiliaciones políticas, el logo de la brigada lleva la cara del fundador del partido, Carlos Fonseca junto a una motocicleta de carreras que va a toda velocidad, como último detalle, en la parte inferior aparece la bandera del FSLN. Si no hubiera sido por lo aterrador del contexto aquellos hombres solo parecerían un mal chiste con sus cascos y chaquetas en una ciudad donde la temperatura promedio en abril es de 34 grados y el sol se vuelve implacable. Apenas se estacionaron, un grupo de ellos se abalanzó sobre Paula y sus amigos para quitarles una pancarta que llevaba escrita una consigna contra la reforma. Paula pudo escapar y entonces decidió usar su teléfono celular e iniciar una transmisión en vivo para que otros se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. Esa fue una de las cientos de transmisiones y videos que se hicieron durante las protestas, en esos meses presenciaríamos a través de nuestras pantallas toda la furia de un pueblo harto de tantos abusos, pero también todo el horror del que podía ser capaz el Estado.
Un grupo de motorizados al ver que ella estaba grabando fue tras ella para intentar quitarle el teléfono, llevaban palos, tubos y cadenas consigo. Paula no recuerda cuánto tiempo estuvieron golpeándola pero sí recuerda que aquellos fueron los minutos más largos de su vida. Luchó para que no le quitaran su celular, pero mientras forcejeaba, sentía los golpes de las cadenas y el ruido seco del tubo metálico golpeando su brazo, recuerda que uno de ellos llevaba una rama de árbol y la golpeó tantas veces con ella que la hizo sangrar. En esos segundos que parecían ser eternos escuchaba gritos alrededor, era la gente pidiendo que la rescataran, recuerda que pensó muchas cosas también, pensó que quizás su mamá tenía razón, que ese día no debía haber llegado, que meterse en política nunca era conveniente.
Unas señoras le ayudaron, así que Paula pudo escapar y refugiarse junto a otras personas agredidas en una estación de servicio. Fue ahí que se percató de la gravedad de sus heridas, tenía el brazo hinchado y sangrando, días después se hizo una radiografía para confirmar que no había ningún hueso roto. Pronto llegaron las turbas nuevamente a buscarlos, ya les habían quitado sus teléfonos, pero eso no era lo que les interesaba, la misión era infligir el mayor daño posible. Los trabajadores asustados resguardaron a los muchachos, ninguno se conocía entre sí, comenzaron a conversar y todos confesaron que sentían miedo, tenían miedo de ser secuestrados, de morir a golpes, en aquellos momentos sonaba descabellado pero los días posteriores confirmarían que sus miedos no eran infundados, era una realidad.
Ella junto a los demás se trasladó a un negocio cercano, intentaron disimular que no eran parte de las manifestaciones que sucedían a unos cuantos metros del local, estaban a la espera de alguien que llegaría por ellos para sacarlos de ahí. Se sentaron en silencio, en la televisión transmitían las imágenes de lo que acababan de vivir, seguían golpeando personas, varios muchachos huían mientras eran perseguidos por la policía y los grupos afines al gobierno, las imágenes eran transmitidas una y otra vez, a un periodista incluso le quitaron su equipo y le dieron un golpe en la cabeza que lo dejó sangrando. Veían todo aquello incrédulos, como si todas esas imágenes fueran de otra realidad, de otro país, como si eso no estuviera sucediendo a unos metros de ellos, pero acababan de vivirlo, sabían que era real. No podían hacer mucho mientras esperaban, solo observaban las escenas y contenían las lágrimas.
Paula no regresaría con su familia, ni ese día ni los siguientes meses de la crisis, sabía que la policía tenía toda su información, se habían llevado su celular y temía que fueran por ella hasta su casa. Justo eso pasó, la policía en algún momento llegó a buscarla pero ella ya estaba en otra parte. Paula me cuenta que aún le es difícil recordar, para ella es como si eso le hubiera sucedido a alguien más. “Yo lo he hablado en terapia y mi psicóloga me dice que puede que sea una forma de defensa, pensar en eso como un cuento, una ficción, algo que no me pasó a mi” Ella ha conversado con amigos y se ha dado cuenta que están en una situación similar, para muchos esos meses siguen siendo dolorosos de recordar e incluso difíciles de creer.
“Yo no me esperaba nada de las cosas buenas y nada de las cosas malas que pasaron” me dice ella con su cara de incredulidad al recordar todo aquello. También eso es verdad, las cosas buenas nos sorprendieron a todos.
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Es difícil indagar en los recursos dolorosos de otros, peor aún si esos recuerdos se conectan con los míos. Ese día de abril no pude ir a la protesta de Camino de Oriente, cuando salí del trabajo a las 5:00 pm ya era imposible transitar las calles de Managua, las patrullas de policías que se habían instalado en varias esquinas desde la mañana de ese día. Esa noche nos reunimos con amigos en la casa de una maestra, apenas llegamos encendimos la televisión. Reconocimos muchos rostros, vimos los golpes, los vidrios rotos, el caos y la indignación.
Un fuerte sentimiento de terror y desesperanza se apoderó de nosotros. Esa noche me fui a dormir con la intuición de que algo grave iba a suceder, los días posteriores confirmarían esa idea. A muchos de esos amigos no volvería a verlos hasta meses después. Yo también me fui del país como tantos y también guardo un archivo digital que por ahora prefiero no revisar. Finalmente, todos presenciamos el terror desmedido aun sin estar ahí directamente, lo vimos en nuestras pantallas, lo presenciamos en las calles, conocimos los rostros de los cientos de personas asesinadas. Es duro saber que fuimos víctimas de tanto dolor y peor aún, es duro saber que la pesadilla aún no acaba.
Agradezco a Ana, Adán y Paula por sus historias, no son sus nombres reales porque me han pedido omitirlos por seguridad, de cualquier manera, lo importante no son sus identidades sino, sus testimonios que forman parte del testimonio colectivo de aquel día en que nuestras vidas cambiaron para siempre.